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"El alma ve más allá que los ojos; asómate y mira."

Ana Brau

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    UNA TARDE EN SANTA LUCÍA.

    Este relato podría titularlo como: “II parte de la sesión de María”, pero aparte de ser un título carente de cualquier atractivo, esta vivencia debe tener un espacio en una página totalmente en blanco.

    Recuerdo que quedé con María por la mañana, con María sabes cuando empiezas pero no cuándo acabas, (María te dedico estas líneas con todo mi amor y un poquito de humor también).

    Ahora el trabajo que teníamos que hacer era con su padre.

    Su padre, el alma de su padre, aguardaba en un segundo plano. Estaba acobardado. Un tanto ensombrecido.

    Aquella mañana viajamos en la furgoneta de color azul eléctrico de María, con su perra Chula; en dirección a Santa Lucía.

    En aquel pueblo María tiene una casa preciosa. Está hecha un cisco y la reforma que necesita es proporcional a su gigantesco tamaño. Pero independientemente del estado de sus vigas, aquella casa tiene alma. Eso es lo que yo dije cuando viajé la primera vez a aquel lugar 4 años antes.

    Sí, yo conocí a María gracias a mi madre. María además de ser una mujer muy especial es sanadora. Ella, entre otras cosas, hace sesiones de “craneosacral”.

    Recuerdo que a mi madre le hizo una sesión de una de las habitaciones de Santa Lucía. Yo por aquel entonces todavía no veía almas. Pero estaba convencida de que aquella casa… siempre estaba hasta los topes de…algo.

    Cuatro años más tarde me encuentro en la misma casa, con algunas goteras más, para poder hablar con el alma del padre de María.

    Me regocijo mientras escribo estas líneas porque me encanta lo que hago.

    Continúo. En el patio de aquella casa.  Sintiéndonos observadas por todas las ventanas curiosas, yo, presencio mi segunda canalización. Esto es: El padre de María utiliza mi cuerpo (físico) para hablar con su hija y darle un mensaje que necesitaba expresar.

    En ese momento, gracias a que su hija tiene el corazón disponible para seguir escuchando y recibiendo, noto, veo y siento, cómo su padre, aquel hombre ensombrecido se ilumina. ¡Ahora es ligero! Le digo a María: “¡Ha trascendido!, ¡Sé ha liberado!”

    Quiero compartir con vosotros, que en ese momento yo apenas tenía una idea de lo que significaban aquellas palabras. ¿Trascendido? ¿Ligero? ¿Qué me estaba pasando? No lo sé, no lo supe, pero lo más importante: NO LO JUZGUÉ. NO ME JUZGUÉ. Tampoco me asusté porque aquellas vivencias me hacían feliz. Podía perfectamente notar cómo mi corazón estaba gozoso, vivo, feliz.

    Trabajo resuelto pensé yo. Ja, ese pensamiento era una “pura fantasía.”

    Y es que al entrar en la casa empezó la razón por la que a este día le dedico estas líneas.

    Esta puede que sea posiblemente la historia más bonita que he podido vivir en relación a las almas.

    Subimos las escaleras. No consigo recordar con claridad el aspecto de aquella casa. Supongo que será porque estaba tan llena de vida que no tenía ojos para observar detenidamente las paredes.

    Llegamos al ático, alcoba o buhardilla, nunca he sabido cómo llamar a los habitáculos que aguardan en el último piso de las casas.

    Allí se encontraba un hombre, bajo un tragaluz, cubierto con un hábito negro. Escribía en pluma y lloraba cabizbajo sin parar.

    Quería saber cuál era el motivo por el que estaba tan angustiado.

    Me puse tras de él para intentar ver qué era lo que escribía. No pude. Nunca supe por qué. Quizás él realizaba esa actividad de manera mecánica o quizás no tuviera en ese momento esa capacidad,  o quizás esa información no se me tenía que dar.

    Le pedí que me contara qué le pasaba. Se ahuecó el hábito por uno de sus lados y pude ver un puñal. Este alma me estaba enseñando de qué manera le mataron.

    Ya tenía mucha información. Sabía que era un sacerdote. Aquel hombre había tenido un cargo importante a juzgar por su hábito y la labor que estaba desempeñando. Pero todavía no sabía por qué le habían matado y por qué no podía trascender hacia la luz y dejar de llorar para siempre.

    Recuerdo que me entristeció mucho comprender que aquel sacerdote llevaba ahí encerrado muchos años, ¡Escribía en pluma!

    De repente en la habitación de enfrente escuché un canto de mujer y una carcajada de niña. ¡Allí que fui!

    Ambas se encontraban en una habitación pequeña. Madre e hija. La madre peinaba la melena dorada de su niña. Sus rostros lucían felices.

     Me dieron las piezas que me faltaban para completar este puzzle.

    Resulta que aquel cura era el propietario de una parte de la casa. Era un hombre justo y bueno. Una de sus labores era la de acoger y proteger a gente, escondiéndola en habitaciones de aquella casa. Un día, le descubrieron y los mataron a todos.

    Las chicas, felices, continúan su labor. Yo todavía no comprendo todo. Les pregunto: “¿Y por qué vosotras si estáis felices y luminosas no os marcháis a la luz?”

    “Porque estamos tan agradecidas por lo que el padre hizo con nosotras que aguardamos con él hasta que podamos marcharnos todos juntos”. –Contestó.-

    En aquel momento empecé a llorar. Aquella anécdota era el acto más generoso que yo había presenciado nunca. Me giré hacia María y claro, no había entendido ni la mitad de lo que pasaba. Yo había ido contándole cosas sueltas pero cuando hablo con las almas no utilizo  palabras. Es otro tipo de comunicación.

    De manera que le conté a María todo lo que había aprendido.

    No recuerdo cuál fue su reacción porque lo que acababa de vivir era demasiado grande.

    Gracias a este relato quiero explicar algo:

     

    Cuando trascendemos, es decir, nos, morimos, nuestra alma pasa a otro plano. Un plano menos material menos físico. En ese lugar tenemos que seguir atendiendo las necesidades de nuestra alma.

    En cualquier caso, independientemente del trabajo que nos haya quedado pendiente, lo más liberador, a lo que queremos aspirar es a ir hacia arriba, hacia la luz, hacia seguir trascendiendo, como queráis llamarlo.

    Aquellas mujeres tenían la luz suficiente para irse, para seguir su camino. Pero decidieron acompañar a este hombre en su tránsito por las tinieblas.

    No quiero sonar muy poética o ilusoria porque os juro que pasó así.

     

    Gracias María por compartir conmigo ese lugar, esa experiencia y sobre todo, por depositar en mi tu confianza para ayudar a tu padre a seguir su viaje.



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    Una vez más, estaba en mi habitación. Escuché detrás de mi espalda un alboroto, un grito que no pertenecía a este plano. Estas palabras quizás te suenen extrañas o quizás sea una expresión ajena a ti, a tu lenguaje. Para mi tampoco eran muy familiares en aquel momento.

    Como decía, este alma empezó a brincar de aquí para allá. Si puedes imaginarlo, la escena es realmente graciosa.

    Yo giré la cabeza muy despacio. No sabía qué era lo que me iba a encontrar esta vez. Allí, pisoteando mi cama, había una mujer. Vestía como si fuese una aldeana. Tenía grandes caderas y fuertes piernas, cubiertas por  una falda color azul y en los pies, unas alpargatas del mismo color. Tenía bastante pecho y era un alma con una energía muy poderosa.

    Le pregunté qué podía hacer por ella, a lo que respondió: “Prepara un café, anda”.

    En contra de todos los mitos y leyendas que mi padre me había contado sobre los estragos que hace el café en el crecimiento y desarrollo de los niños,  me resigné a medir para siempre 1,58m a cambio de poder ayudar a las almas. Esa semana me puse ciega de café. Pero no lo preparé sin antes mostrarme severa y decirle que se calmara y dejara de gritar y alborotarlo todo. (Me parece muy importante aprender a poner límites tanto en la tierra como en un plano más astral.)

    Asintió.

    Llegué minutos más tarde de la cocina con un café humeante en las manos.

    No pude evitar reírme al ver semejante estampa. La mujer que hace unos minutos estaba hecha una fiera, yacía tumbada en la cama, boca arriba con las manos juntas sobre el pecho. Respiraba angustiada y lloriqueaba.

    El olor del café le ayudó a relajarse y conectarse. Comenzó a explicarme lo que le pasaba.

    Comencé a escribir pósit tras pósit tras pósit.

    Después llamé a María, su hija, persona a la que necesitaba darle un mensaje de arrepentimiento y apoyo.

    Una vez más pasé por el trago de que mi receptor se quedara en silencio. En esos momentos yo miro a las almas y me encojo de hombros. Las almas gesticulan como diciendo: “pero por qué duda.”

    Finalmente y tras medio minuto que pareció una eternidad, María pudo articular palabras y concertamos una sesión.

    Recibí a María en mi habitación. Lugar que para su madre se había convertido en un hospedaje de lo más cómodo. Salvo porque de vez en cuando asustaba a mis perros, todo fue fenomenal.

    María llegó nerviosa. Depositando en mí su confianza e incredulidad. Llegó así el momento de darle un mensaje.

    “Bien, pues dime, qué es eso que mi madre necesita decirme.”

    Miré a su madre buscando esa respuesta y la muy puñetera aguardó en silencio. Ladeaba su cabeza diciendo que no. No quería hablar.

    En ese momento como a cualquier mortal le hubiese pasado, me cagué.

    Le expresé a María que su madre no quería mediar palabra pero por favor que no se fuera. Esa mujer estaba tan avergonzada y arrepentida por cómo había tratado a su hija que no podía hablar. La entendí y sin juicios compartí con María los mensajes que había redactado en los pósits.

    Días más tarde María me llamó para contarme que había empezado a entender parte de los mensajes que su madre le había dejado.

    Quiero agradecer a María su confianza plena y su respeto absoluto. Fue la segunda vez que yo veía un alma y transmitía un mensaje. Pude hacerlo gracias a su paciencia y comprensión.

    Un tiempo más tarde aparecería su padre. Ese, es otro relato que os contaré con gusto después de este.



                                                FOTOGRAFÍA DE LOS POSITS QUE ESCRIBÍ PARA MARÍA.

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